lunes, 29 de julio de 2019

La reserva y la niebla


Camino a la reserva, Buenos Aires, 2018. 

Los árboles me rodean y ese olor que solo nace entre ellos llega a mi nariz. Y no puedo evitar más que saltar emocionada, relatar recuerdos e historias entremezcladas con ideas y alguna ocurrencia. Tengo pésimo olfato, así que cuando esto ocurre mi ser entero entra en shock momentáneo y el mundo entero se vuelve real y tangible. El mundo queda copiado en mi memoria, tal cual es. Ese instante, el movimiento que hice, el salto, y esa sensación de abrazo universal que me recuerda que estoy en el sitio que debo estar, al menos por ese breve instante.

Entre silencios y observaciones varias, caminaba emocionada por el día que estábamos viviendo. Y veía las personas, lo veía a él, me veía a mí observando. Y los árboles con sus propias historias. Y la bruma blanca, que se tragaba todo a nuestro alrededor.

Y volvía a ver a las personas, escuchaba una que otra frase suelta de sus propias conversaciones, y lo volvía a ver a él con sus preguntas e ideas, y me volvía ver a mí curiosa y completamente emocionada ante lo que estaba ocurriendo. Y los árboles con sus propias historias, altos con sus líneas divisorias, quedándose sin hojas, erguidos sobre sus raíces. Y la bruma blanca que se tragaba todo a nuestro alrededor, que avanzaba sigilosa por el suelo.

Y volvía a ver a las personas, escuchaba una que otra frase suelta de sus propias conversaciones, a ratos aparecían por grupos, trotaban o iban en bicicleta, otros caminaban luego de haber recorrido el camino, iban todos a algún lugar; y volvía a verlo con sus preguntas e ideas, que veía cuadros e imágenes dónde yo no las veía, y entendía cómo se vería esa imagen, y me explicaba, y me contaba de sus ocurrencias, y me preguntaba y me respondía, y comía dulce conmigo; y me volvía a ver a mí observando a la gente, a él, a los árboles, a las imágenes que quisiera encontrar, emocionada y curiosa, pensando en si sabía lo agradecida que estaba de que estuviera conmigo, lo extraño que era para mí ver todo tan pálido y frío y no sentirlo. No sentir frío, no sentir ese miedo que me daba cuando era niña al ver la niebla en la naturaleza. Y los árboles con sus propias historias, altos con sus líneas divisorias quedándose sin hojas, erguidos sobre sus raíces, mirándome de vuelta, recordándome mi hogar con sus olores, haciéndome sentir. Y la bruma blanca que se tragaba todo a nuestro alrededor y se avanzaba sigilosa por el suelo y me miraba tentando el terror y la curiosidad que hay dentro de mí… hasta que llegamos al río.

Y tuvimos que volver porque estaban cerrando la reserva. Y el río se tendía al frente de nosotros cobijado por la niebla, y la gente sonreía y daba vuelta. Hacía más frío. Vi los humedales entre ramas mientras caminábamos el uno al lado del otro. Entre imágenes, cuadros, y murmullos de personas que salían del lugar. Otro día será, otro día volveré a ver el río.

(…)

miércoles, 24 de julio de 2019

El bolero


Estaba sentada en un costado del salón. Las parejas estaban en la pista de baile; algunos charlaban entre risas, cansados. Había sido una larga fiesta. Había más de un señor ebrio dormido en su silla. Las luces de fiesta que se movían por el salón hacía que todo tuviese vistos de azul y violeta. La mesa principal cubierta con platos con sobras de comida, copas con un poco de vino o quizá algún vaso con hielo derretido y un sorbo de whiskey, lo poco que quedaba de la torta, y más vasos vacíos o a con un rastro ligero de licor o tampico. Ese naranja eléctrico entre mezclado con aguardiente que pasaba ligero y poco a poco te quemaba la garganta, hasta que sin saber en qué instante te había embriagado completamente.

Eran quizá las tres o cuatro de la mañana. Ya no sonaban canciones de moda, ni nada estrambótico. Sonaban boleros y solo las parejas seguían en la pista. Quizá un par de corazones desolados que pensaban en alguien que no estaba allí. Yo seguía mirando todo, desde mi silla. Mis piernas arrejuntadas, mis manos pegadas a mis muslos, mientras sacudía las piernas sin pensar mucho, al ritmo de la música que sonaba. Entre boleros y son cubano, chachacha y demás. Disfrutaba la música ligeramente alicorada. Sola. En medio de un montón de personas.

Una de esas almas desoladas que secaba sus lágrimas de espaldas a todos los demás, notó que había otra alma que pretendía dejar su celular sobre la mesa para dejar de revisarlo cada cinco minutos a la espera de un mensaje que nunca iba a llegar. Noté como sus ojos se llenaban de curiosidad al posarlos sobre dicho aparato. Se acercó lentamente y se sentó al lado del sujeto. Le sonrió. Este intentó sonreírle, pero solo pudo hacer una especie de mueca que desdibujaba la sonrisa para evidenciar sus verdaderas emociones, estaba incómoda.

- No hay remedio - dice la primera, mientras mira el aparato. - No lo sé aún. Sigo esperando.

Se callan. Me pregunto si la una no quiere insistir en su idea de “no hay remedio”. La segunda suspira y lleva su mano a la frente. La otra, la mira fijamente.

- No hay remedio. Todo se ha terminado - suspira y sus ojos se vuelven a llenar de lágrimas. - Creí que esto sería diferente.

- Somos todos humanos, al final, llegamos al mismo lugar - responde la otra, mientras se pasa la mano por la frente, pareciera que busca relajar su frente.

- No, todos somos humanos pero somos diferentes.

- Bueno, pero si dices que no hay remedio… la única cosa que no tiene remedio es la muerte.

- oh.

Se ríen. Empieza a sonar algún vallenato. La segunda toma su celular, lo revisa de nuevo, suspira y lo deja caer sobre la mesa con desdén. Frunce los labios, está molesta. La otra fija su mirada en la pista. No le presta atención.

-Muerte o no, es agotador sentir que estoy sujeta a algo más, a alguien, a una añoranza.

- No hay remedio a eso. A eso me refería - dice la otra, regresando al encuentro.

Se miran en silencio. La música suena. Un vidrio roto retumba. Ambas miran hacia el mismo lugar para notar que fue algún compañero algo torpe, pasado de tragos. Suspiran al tiempo. Miro mis manos, las miro a ellas, miro la pista de baile con sus luces azules que saltan a morado, que giran y giran alrededor del salón. El tiempo al final de esas fiestas de quince parece un chicle sin sabor, luego de masticar por demasiados minutos. De repente, volvió a sonar el mismo bolero de hace un rato. La primera se pone de pie con un sollozo colgando en la punta de sus dedos, lo reprime y casi con rabia extiende la mano a la otra chica. La cual la mira sorprendida, luego mira su celular y encoge los hombros. Se levanta, se toman de la mano y se van a bailar.

martes, 23 de julio de 2019

Lo que no son


Lo que no son, Buenos Aires, 2018.



No hubo nada que les ate, no hubo hilos, tiras, ni cadenas. No encontré rastro alguno de liga entre los caminantes. Todos estábamos enredados en la misma bruma. Todos caminantes hacia quién sabe dónde y aún así, no pude notar nada.

No pude ver la mirada de ella sobre su espalda. Ni ver cómo fruncía el ceño al notar la distancia. Ni entrever como mordía su labio, dudosa, algo nerviosa ante lo último dicho. No supe ver la mirada sobre el suelo del hombre, cómo cavilaba despacio las frases que quería decir. No supe de las manos dentro de los bolsillos que servían de excusa para concentrarse y seguir andando. No quise entender los pasos presurosos que ella dio para alcanzarlo. No quise comprender que ella se había quedado unos pasos atrás por la sorpresa, porque no lo esperaba. Porque la bruma la sorprendió tanto como lo que él dijo. Y el miedo, y la anticipación… No supe leer que él quería salir corriendo, o quería volver atrás y borrar con la bruma lo dicho. No pude ver la sonrisa que ella le compartió tras alcanzarlo.

Una, dos imágenes. Pasaron por mi lado, uno al lado del otro. Con cara incómoda. Una desconocida con una cámara. Una torpe desconocida curiosa. Pasaron, quizá musitaron algo pero yo no pude entender nada.

No pude entender nada de lo que ocurría. No vi nada.

Lo miré,  insegura porque no entendí lo que pasó, ni lo que él me dijo después. Solo un momento que se había esfumado.

lunes, 22 de julio de 2019

Una mujer se golpeó la cabeza


Recordar la anécdota de Kertész ha sido lo más iluminador que me ha pasado en meses. Soy la nostalgia viva. El pasado me sostiene con sus hilos y no me quiere soltar, o yo lo sostengo a él, como un lastre que no quiero dejar. Y todas esas palabras y acciones que me preceden y siguen conmigo como una especie de marca incinerada en mi cuerpo. Todo eso que no quise vivir, pero que viví. Todas esas palabras que no quise decir, que ahora debo tragarme. Como toda esta mierda, pus y bilis que he destilado durante todo este tiempo, pero que debo ahora tragarme porque no existe forma de limpiar todo este horror en el que me he enterrado.
El infierno está vivo, y lo he construido con mis propias manos. Con el sacrificio de mi propio cuerpo, con la ofrenda de mi propia alma.

Esta nostalgia por algo que la vida me pide a gritos sofocantes que abandone pero que me niego a abandonar. Capturo al pasado entre mis manos, lo atesoro como si estudiarlo, escribirlo, diseminarlo me sirviese de algo. Pero, el mundo corre y la vida con él. El tiempo nos traga como serpiente que engulle a su víctima, su transcurrir galopante me obliga a encarar, dejar y quemarlo todo. Todo eso que dije y no quise, más lo que no dije y debía se convierten hoy en bolas de grasa, tumores y carcinomas que corroen mi cuerpo, que está roído por mi propia cabeza. Mi ciclo vicioso, aquel en el me he sumido. Un infierno labrado por mis propias manos. El mundo corre, la vida corre y las voces solo gritan: debes tenerte y seguir en él. Sino, si te detienes, qué será de ti. La vida y sus oportunidades siguen y tú… ¿qué esperas? ¡Hazlo por ti!

Solía de niña golpearme bastante. Fui una niña torpe que corría. Corría mucho, no sé bien hacia qué. Me caía bastante. Dicen que cuando aprendí a caminar me caía de espaldas y me golpeaba la cabeza demasiado. Porque quería salir corriendo, eran tantas mis ganas de caminar que ni siquiera gateé. Era impaciente. Soy impaciente aún. Por tanta repetición, la sensación de los golpes en la cabeza es de las más fuertes y presentes que tengo en mi vida; específicamente los golpes en las sienes, sí, esos sobre todo tienen una sensación peculiar. Recuerdo el golpe seco, el zumbido en los oídos, sentir mis cesos rebotando contra mi cráneo, la boca se llenaba de una sabor metálico, sí, como sangre. Sentía que mordía metal de repente, y un frío recorría todo el cuerpo, se posaba en mi nuca, apretaba, y se alargaba en mis brazos, las piernas se volvían gelatina, la nariz me dolía y la presión se sentaba en mis ojos, de repente todo quedaba negro. Y al abrir los ojos, llegaba el mareo. Temblaba el mundo, pero el mundo seguía corriendo, todos seguían. Nada se detuvo, y esos breves segundos sin conocimiento eran un vacío en la existencia. Y yo debía ponerme de pie y seguir. Sí. Seguir, siempre andar como si nada. Siempre.

- Ese siempre tan contundente, tan imperante. Tan establecido. Tan carente, tan vacuo. ¿Siempre? expresión figurativa que denota algo recurrente, repetitivo, pero no es el siempre que ocupa todo el espacio-tiempo de aquí hasta el infinito, hasta la muerte, hasta donde quieran ponerlo. La expresión siempre no es literal. No puede. No le cabe. Es una figura verbal. Una figura que pretende abarcar algo que no es siquiera posible de comprender. ¿Qué sabemos nosotros sobre el siempre? debería ser una vieja leyenda, una excusa. Es una herramienta para hacer énfasis. El nunca en cambio, nunca es literal. Nunca he comido carne humana, nunca he disparado una pistola, nunca he sido sincera. Cosas que realmente ocurren y son. El siempre es una pretensión demasiado gigante para el humano que es tan insignificante… Porque el que se detiene, pierde. El que piensa pierde... el mundo no se detiene por nadie, Laura. Nadie se detiene por nadie. Todo sigue. Y ¿tú qué estás haciendo?, ¿qué esperas? Toma la vida por tus propias manos. ¡Actúa de una buena vez! -

Los sesos retumban en mi cabeza y yo estoy inmóvil viendo la bailarina que se sacude en el teatro de Nueva York. De repente estaba mordiendo láminas de metal. Y el frío recorría mi cuerpo; como si la sangre no fuese sangre, como si la sangre fuese hielo líquido que me recorre. Y el nudo que se formaba en la nuca, las piernas que querían ceder ante mi peso, ese incipiente sabor metálico. Y la bailarina moviéndose estática en la fotografía. Y yo, yo completamente pasmada. El mundo giraba, el dólar subía, alguien nacía y otro moría, otro árbol caía, un pez se tragaba un pedazo de plástico, un señor pedía que le trajeran otro plato de comida porque había un pelo en el primero, un celular era robado, una mujer era violada, alguien era cagado por una paloma, y sí, todos ustedes estaban en sus vidas cotidianas, recibiendo o dando, llorando o durmiendo, intactos o destruidos pero seguían en movimiento. Y esos segundos de inconsciencia, esas milésimas en que mi mundo se detuvo y todos ustedes siguieron rompieron la realidad. Y cada golpe en mi cabeza, suma más distancia entre ustedes y yo. Y así este abismo que no me atrevo a cruzar; porque quiera o no quedé en otro tiempo distinto al suyo, es otro nivel de realidad. Y estoy tan lejos, y ustedes tan lejos. Y yo tan aquí, tan quieta, tan muerta y ustedes… ¿Por qué no se dejan de mover?, ¿alguien me escucha?

Suena el eco de mis pasos sobre mis espaldas, y el ruido de la calle se convierte en zumbidos alarmantes que no significan nada. Y el sol cae sobre mi rostro. ¿Hacia dónde va el incesante correr?

miércoles, 17 de julio de 2019

Anoche


Anoche llegaron todas las preguntas e historias a la vez. Entre esta jungla de perspectivas poco queda por hacer. Ni hablar de definir. En qué ando exactamente. No lo sé. Pero voy, voy derechito por este camino o algún otro. Qué he de saber. Nada. Simplemente nada.

No me meto con nadie, no me comparto con nadie. No hago nada. No soy más que un nudo andante. Sí una roca tiesa que se mueve torpemente. Y en realidad, no me siento mal al respecto o tan mal al respecto. Solo soy. Las preguntas que me acongojan se acumulan en mi cabeza como el polvo que se acumula en todos los rincones de mi casa. No son las miradas de los demás, ni las versiones de mí misma las que se preocupan. Todas esas cosas existen más allá de lo que pueda yo tomar entre mis manos. Mis pequeñas torpes y delicadas manos. Llenas de cicatrices que se van acumulando como se acumulan las preguntas en mi cabeza, el polvo en todos los rincones de mi casa. Mis manos que son tan mías como todo lo que soy, se sacuden algo quebradas en medio del frío. Es invierno, me digo, por eso me duelen de esa manera. El frío que se cuelga de mis articulaciones, la humedad que se permea bajo mi piel, y la llovizna irritante que me moja la cabeza, y el resto de la cuerpa. En silencio, me quedo en la esquina esperando.

No me meto con nadie, no me comparto con nadie. No hago nada. No soy más que un nudo andante. Sí, una roca tiesa que se mueve torpemente. Y, en realidad no me siento mal al respecto. ¿Por qué tendría que sentirme mal?, ¿a cuenta de qué?. Solo soy. Las preguntas me acongojan de repente, se acumulan en mi cabeza como el polvo se acumula en todos los rincones de mi casa. Las respuestas se escabullen entre telarañas, y cualquier posibilidad de solución aparece tan rápidamente que mis manos no pueden tomarlas. No son las miradas de los demás, ni las versiones de mí misma lo que me preocupa. Todas esas cosas existen más allá de lo que pueda tomar entre mis manos. Mis pequeñas y delicadas manos. Llenas de cicatrices que se van acumulando como se acumulan las preguntas en mi cabeza, el polvo en todos los rincones de mi casa. Mis manos que son tan mías como todo lo que soy, como las preguntas en mis rincones, como las telarañas con el polvo, como la congoja, mis versiones y las miradas de no sé quién. Se sacuden mis manos quebradas por el frío. Es invierno, me recuerdo. Por eso me duelen de esa manera. El frío que se cuelga de mis articulaciones, la humedad que se permea bajo mi piel y esta maldita llovizna que me moja la cabeza y el resto de la cuerpa.  En silencio me quedo en la esquina esperando. Me muerdo el labio, me tiro ese pequeño hilo de piel levantado en el costado de mi pulgar izquierdo. ¿A qué espero? que algo me caiga encima y no tener que hacer nada, ni decir nada, ni crear nada, ni compartir nada, ni querer nada. Sobre todo querer nada. Ni ser nada. Solo una esperando en una esquina. Que nadie sabe, que nadie conoce. Una. Nada.

No me meto con nadie, no me comparto con nadie. No hago nada. No soy más que un nudo andante, una roca que se mueve torpemente. Tiesa como el mármol. Fría como el mármol. No me siento mal al respecto. De estar aquí tan adentro. Aquí, donde tú no puedes verme. Aquí donde nadie sabe nada de todo lo que hay. Soy una roca secreta. Una piedra llena de marcas y curvas. Heridas abiertas, cerradas y a medio sanar. Soy, solo soy. Dentro. Susurro. Pero, nunca en silencio. Las preguntas me acongojan. Se acumulan una sobre la otra dentro de mi cabeza. Entre cajones y desvanes, entre recovecos secretos, grietas, y escombros viejos. Se acumulan como si fueran el polvo que se acumula en todos los rincones de mi casa. No son las miradas de los demás o las versiones de mí misma las que me preocupan. Son esas dichosas preguntas irresueltas que se posan y se derraman por mis adentros, la una seguida de la otra, la una que crea a la otra, una cadena eterna. Y sus respuestas, las dichosas respuestas que se escabullen entre telarañas. Se disipan frente a mí con sus soluciones, y mis manos… mis manos que no logran tomar nada entre ellas. Mis delicadas y pequeñas manos. Torpes y secas. Llenas de cicatrices que se acumulan como las preguntas en mi cabeza, como el polvo dentro de mi casa. Se suman una sobre la otra como las miradas de los demás, como las versiones de mí misma. Son tan mías mis manos, como todo eso que soy. Guardan todos los maltratos y todos los amores que existen en mi haber. Son tan tangibles como las preguntas, las voces, las miradas, las heridas abiertas, cerradas y a medio sanar. Se sacuden mis manos torpemente en medio del frío. Pues, es invierno. Me repito. Por eso me arden, por eso me duelen de esa manera. El frío que se cuelga de mis articulaciones, la humedad que se permea bajo mi piel y esta llovizna irritante que moja mi cabeza y el resto de mi cuerpa. En silencio me quedo en la esquina esperándote. Me muerdo el labio, me tiro ese pequeño hilo de piel levantado en el costado de mi pulgar izquierdo, preguntándome por algo que no va a llegar. ¿A qué espero? que algo me caiga encima y no tener que hacer nada, ni decir nada, ni crear nada, ni compartir nada, ni querer nada. Sobre todo eso, no querer nada. Ni ser nada. Solo una esperando en una esquina. Que nadie sabe, que nadie conoce. Un sin lugar una nada cobijada en el mal tiempo. Al mal tiempo buena cara, decían. Al mal tiempo solo llorar. Una espera en la esquina. Una quieta tiesa como mármol. Una si nada que dar. Una quieta pero que sacude las manos. Una que es pero está en los abismos imaginarios. Una que no comparte, no dice, no hace. Una que ocupa espacio y nada más.  Colma mi alma con vientos helados, trae los frutos para la hecatombe que yo me voy a sacrificar.

No me meto con nadie, no me comparto con nadie. No te miro a los ojos y te tomo las manos, jamás. No abro mi boca, no pronuncio tu nombre. Y no te espero. No hago nada. No haga conmigo, ni con nadie. No soy más que un nudo andante. Mi cuerpo es como una roca que se mueve torpemente. No hay cosa tal como fluir. Tiesa, fría y rígida como el mármol. Y, no me siento mal al respecto. ¿Por qué habría de sentirme mal en mi propia dureza?, ¿por qué culparme o compararme? No me meto con nadie, no me comparto con nadie. No me interesa. No se me antoja. ¿Algún problema? No. Ninguno. Yo sigo aquí tan dentro. Entera. Aquí donde tú no puedes verme, aquí donde nadie sabe nada de todo lo que hay. Soy un secreto. Soy un universo secreto. Soy una roca espacial, secreta, llena de marcas y curvas. Solo soy. Las preguntas me acongojan, se acumulan una sobre la otra, entre sí se encadenan y se construyen, se hacen fuego y se desarman para volver a surgir, insistentes, impacientes, demandantes. Se acumulan dentro de mi cabeza como el polvo se acumula en todos los rincones de mi casa, como las cicatrices por mi cuerpo, las heridas abiertas, cerradas y a medio sanar. Son como los Pájaros de Hitchcock. Sí, aparecen amenazantes, al acecho, en cualquier momento arremetarán en mi contra y  me sacaran los ojos. No son las miradas de los demás, ni las mil versiones de mí misma lo que me preocupa. Ni el no compartirme con nadie. Ni el no hacer nada. No. Me preocupa el tiempo y la incapacidad de mis manos. Frente mis manos se dibujan las respuestas, que son escurridizas y se disipan con mis exhalaciones, de escabullen entre telarañas, se diluyen como tinta en el agua, desaparecen tan pronto las enuncio. Y mis manos no logran tomar nada entre ellas, todo se les escapa. Mis pequeñas y delicadas manos, son tan torpes que solo sirven para borrar y crear malentendidos. Están tan secas y tan llenas de cicatrices que se acumulan con las preguntas en mi cabeza, como el polvo en los rincones de la casa, como las miradas de la gente, como las versiones de mí misma, como las respuestas que se escapan, como las versiones de este texto. Aglomeración de todo. Uno sobre el otro. Son tan mías mis manos, mis manitas, tan mías como todo lo que soy. Ser sería un reconocer entre lo acumulado que también define este ser que no se comparte. Guardan mis manos entre sus líneas todos los maltratos y todos los amores que existen en mi haber. Las preguntas se vuelven tan tangibles como mis manos, tan inservibles como las mismas, tan torpes e insoportables. Se sacuden mis manos torpemente, se agitan en el ardor. El frío y el viento queman. Es invierno, me recuerdo, me repito, me insisto por enésima vez como si ésta condenada humedad no me lo hiciera saber. El frío se cuelga de mis articulaciones con un dolor sordo, la humedad se permea bajo mi piel y se aloja en el tuétano de mis huesos y esta maldita llovizna irritante me moja toda la cabeza y el resto de la cuerpa. Mis manos moradas se sacuden como si fuesen lo único que tiene vida en esta esquina. Porque sí, sigo en silencio en esta esquina esperando. Me muerdo el labio, me sabe la sangre, me tiro ese pequeño hilo de piel levantado en el costado de mi pulgar izquierdo, preguntándome por algo que no va a llegar jamás. ¿Qué espero? que algo me caiga encima y no tender que hacer nada, ni decir nada, ni crear nada, ni compartir nada, ni explicar nada, ni justificar nada, ni querer nada. Sobre todo eso, esa destrucción del deseo y no querer nada. Ni ser nada. Solo una esperando en una esquina. Que nadie sabe, que nadie conoce. Un sin lugar. Una nada cobijada en el mal tiempo. Al mal tiempo, buena cara, decían en la radio. Al mal tiempo, solo llorar; respondía mirando por la ventana. Una espera en la esquina. Una quieta como estatua de mármol. Una sin nada que dar. una quieta pero que sacude las manos. Una que es pero está perdida en los abismos imaginarios. Una que no comparte, no dice, no hace. Una que ocupa espacio y nada más. Colma mi vida, colma mi alma con vientos helados. Trae los frutos para la hecatombe que me voy a sacrificar.

Relato, 2018.

martes, 16 de julio de 2019

La Parada


Ella está allí, yo estoy aquí. La tarde avanza y la luz cambia su rostro. El hombre está quieto en la parada del colectivo meditabundo. Ella está en la esquina. Yo estoy aquí.

Sostengo mi suelo con mis dos pies como si no hubiera nada más que me tuviera en pie. La luz se mueve y el tiempo transcurre con ella. Mis manos están más secas, sus manos están más tensas, y él mantiene sus manos en su maletín. Tres billones de seres que habitan este planeta.  Ella es ella. Él es él. Yo soy yo. Humanos. Sí, con nuestros ADN por separado. Similares pero únicos. Y con esas arrugas en la cara que marcan las expresiones que más usamos. Y esa forma de sostener la posición de espera. Seres en espera.


Ella con su nariz respingada y labios fruncidos recuerda que se le regó la leche en la mañana, mientras se alistaba para ir a trabajar. Mujer de hombros caídos, meditabunda se juzga porque arruinó el desayuno de su hijo de ocho años. Gustavo quédate quieto, eres un niño demasiado travieso - urgía a su hijo, mientras sonaba la leche sobre el calor de la cocina - el olor a quemado, el desayuno arruinado y el tiempo que seguía pasando. Ella pasa su mano sobre la otra. Se ve su cansancio. Ella es ella con su nariz respingada y sus labios fruncidos, ella es madre de su hijo de ocho años que es muy activo para su gusto, es una mujer Atlas que carga con su mundo que parece ser demasiado grande para sus hombros caídos. Una vida que es, una mujer que es. Ser en cuanto cosa, en cuanto persona, en cuanto el tiempo sobre la persona, en cuanto su hacer y su cotidianidad. Es la leche quemada y los labios fruncidos, el olvido y el apuro sobre su hijo. Ella es todo eso. Ella es de lejos. Sí, espera sentada el colectivo, no tiene apuro en su expresión, sabe que tarda el colectivo que espera y está habituada a dicha espera. Ella viene de lejos con sus hombros caídos y su cansancio sobre sus labios fruncidos. Con su hijo de ocho años que le habla y le canta al oído. Todo el día, ella y su hijo Gustavo. Gustavo lávate las manos que se hace tarde.

La ceniza del cigarrillo del señor me distrae. Este señor con su ceño fruncido y sus cabellos despeinados. Sus gafas caen al medio de su nariz. Sus labios son una línea clara mientras clava la mirada en el fondo de la calle, como si sus ojos pudieran traer al colectivo mismo sin rechistar. Él no está acostumbrado a esperar, aunque disfruta ese cigarrillo que se consume, como el tiempo lo consume a él, a mí, a ella. Tiene un maletín en sus manos, con libros. Sí, él lleva libros varios sobre derecho. Él es su cigarrillo, sus gafas y los libros que lo agotan día a día entre verbos intrincados de juegos y malabares del mundo, que lo quieren engañar. Él es él y va sobre el tiempo y su hermano lo espera impaciente en el café de la esquina de su casa. Sabe que hablarán de su madre, que está en el hospital. Un mes más, se recuerda, un mes más y podrán saber qué hacer con ella. Él es él, es hijo y hermano con sus manos apretadas sobre el maletín, resguardando sus documentos y libros del mundo. Contenido en su postura y su afán. Esa necesidad de acabar con todo para llegar a su casa y dejar las gafas sobre la mesa y descansar. La pobre vieja enferma, el hermano que perdió su trabajo y él con sus documentos peleando por otros que tampoco tienen mucho por hacer. Qué puede hacer él con sus documentos y su cigarrillo. Él es él con su angustia entre esas canas que se hacen más notorias cada día, es el hermano callado que problematiza todo constantemente y deja caer las gafas sobre el arco de su nariz y suspira exasperado, mientras agita la punta del pie porque el colectivo no llega, porque su hermano lo espera, porque la vieja está en el hospital y estos libros arcaicos de derecho no le dan nada que lo pueda ayudar, y la última ceniza del cigarrillo vuela, y cae lo que queda al suelo y el tiempo y los demás todo en el sonido de su celular.

Ella y la leche quemada como el gran fracaso del día, él con el tiempo que lo ciñe por la cintura, yo que me muerdo el labio y jalo mis dedos esperando. Él es su historia en su mundo y su tiempo en el cigarrillo que fumó. Ella es en sus hombros caídos y labios fruncidos con la voz de Gustavo en su mejilla. Ser es el universo de cada humano que me cruzo en la calle. Ser de lo que hacen, dicen, tienen y llevan. Ser de lo que no dicen y se les escurre entre los ojos, se derrama en sus posturas y evidencia en su andar. Ella es, él es y yo soy. Yo con el labio entre mis dientes y las manos sostenidas, jalando algo que no tienen, mientras los miro a ellos e imagino todo esto. Soy en la espera con ellos, la mochila en mi espalda, libreta y botella de agua, preparados. Voy tarde, siempre voy tarde. Pero, no quiero angustiarme, entonces los veo a ellos, porque ser me perturba, y prefiero verlos ser que ser quien soy. Huyo de mí con mil palabras entre las que me sumerjo y creo mundos mientras espero el colectivo que no llega. Y su celular suena, y el cigarrillo se apagó y la mujer suspira y yo… yo los observo. Miro mis pies, los miro de reojo. Ella está a mi lado y él sigue de pie en medio de la parada del colectivo. La luz se mueve y la oscuridad llega. Anochece.

Ella es ella misma en la espera sin Gustavo a su lado, sin la leche en el fogón, sin su trabajo adelante. Ella está sola con su mundo en la parada. Él no está aquí, pues quiere estar con su hermano, con su vieja pero en su cigarrillo fue él solo degustando el tabaco, bocanada a bocanada solo él en la parada del colectivo. Y yo, yo los miré ser, vi como eran, vi sus partes y fragmentos mientras venía el colectivo, que ahora se acerca, el hombre casi salta sobre sus pies, aliviado; la mujer se levanta despacio y acaricia sus manos y los veo subir, los veo irse. Juntos en sus mundos siendo ellos en sus tiempos y yo ahora estoy sola en la parada del colectivo. Sin nadie a quién mirar, sin nadie en quién pensar y mis manos rojas se retuercen la una sobre la otra. Y soy en ese momento yo, y la nada que me caracteriza, pasiva y aletargada. Que suspira entre lo imaginado y la realidad. Qué estoy haciendo con mi vida, me pregunto como es usual. Porque he de gastar el tiempo en alguna pregunta que me genere incomodidad. Aparte de esperar, aparte de… dónde la vida, dónde el afán, dónde la necesidad. ¿A dónde carajos es que iba? Ya es demasiado tarde, mejor voy a caminar.

lunes, 15 de julio de 2019

Y, la mal lograda presentación

El mundo, Montevideo, noviembre 2017. 

Este blog surge de la obligación. Sí, obligación a dejar de guardar tanto archivo en el google drive. Que ya no puedo tener guardada tanta cosa. Tanta palabra, tanta fotografía, tanta perorata. Tanto mundo enredado entre sí como una maraña de hilos. La húmedad de Buenos Aires no me lo permite, es tal que se ha comido todo lo que hay en la casa, y todo aquello que decida sobrevivir dentro de sus dominios.

He decidido obligarme a publicar mis escritos, poemas y enredos con la finalidad de mostrar mis extraños talentos al escribir - y, bueno, una necesita trabajar -, y con la firme intención de continuar una idea que nació con mi primera exposición de fotografía: Estoy creando un Atlas. Todo uso de cualquier tipo de lenguaje es la capacidad de crear, configurar y volver tangible la realidad que nos rodea. El lenguaje es otro medio, como el uso del cuerpo y sus sentidos, que nos permite encontrarnos con el otro y con el mundo. Como bien puse en algún extracto que no sé en qué rincón se encuentra, este blog es otro conjunto de archivos gráficos y escritos que configuran y dan cuenta de la realidad que he vivido, fragmentos que reunidos aquí, o en cualquier lugar o medio, se convierten en un: Atlas. Vivo en el mundo, me contiene el mundo y yo lo contengo a él, lo creo, lo llevo en mis hombros, lo deformo con mi lente, con mis expresiones nerviosas y apresuradas.


Este blog se irá colmando de poemas, relatos cortos y algunas fotografías enredadas con palabras de más que han nacido de mi experiencia de vida en Buenos Aires. No pretendo publicar verdades, ni soluciones, ni alguna visión perspicaz e innovadora de la vida, tan solo es mi propia experiencia, contada de manera muy dramática - en algunos poemas -, pero que se transformará a lo que soy el día de hoy - un ser que manejar un poco mejor su cualidad de dramática -. Espero que tras agotar todas esas palabras viejas, que este nuevo medio siga mutando frente los ojos del lector(e), así como mi escritura, visión y mundo ha mutado frente a los míos.